jueves, 21 de abril de 2011

A los visitantes de este blog

Hola a todos los que os pasáis por aquí, ya sea porque os he medio obligado, porque habéis visto el enlace en mi twitter o en la página web de Literatura Nova o porque, simplemente, habéis aparecido aquí por accidente. Sea como sea, ¡sois bienvenidos!

Esta semana el blog ha alcanzado las 200 visitas y aunque también cuenta las que realizo yo, no me meto tantas veces como para llegar a esta cifra, así que alguien más está pasando por aquí. Pero, ¿quién? He aquí el problema: no tengo ni idea de quién ha pasado por aquí, quién ha leído algo ni si le ha gustado.

Échame una mano y dime que has visitado este blog, lo que opinas de la historia o lo que quieras. ¡Recuerda que puedes sugerir un título para el libro!

Muchas gracias :)

Capítulo 4


Agosto 2001
Era domingo por la tarde y Gala se había quedado dormida en una tumbona que había en la terraza de su casa. El libro que había estado leyendo hasta que el sopor la invadió descansaba peligrosamente al filo de la tumbona cuando, al mover la mano unos centímetros, lo empujó y provocó su caída. El pesado libro produjo un golpe sordo al darse contra el suelo, haciendo que Gala se despertara con gran sobresalto. Miró con los ojos adormecidos a derecha e izquierda buscando el origen de aquel ruido, y cuando bajó la mirada hacia el suelo lo encontró. Recogió el libro y lo puso sobre una pequeña mesa redonda que tenía justo al lado. Al moverse, notó una tirantez en la rodilla herida por la caída del día anterior. Llevaba una gasa sujeta con un esparadrapo que le molestaba cada vez que flexionaba la pierna. Se apartó un poco la gasa para comprobar el estado de la herida; vio que ya se había formado una costra, así que sería mejor dejarla al aire para que se acabara de curar. Empezó a retirar el esparadrapo despacio, pero como sabía que de esa forma dolería más, acabó quitándoselo con dos tirones rápidos.
***
Cuando el día anterior Pablo condujo a Gala a su casa se encontraron con que no había nadie allí. Él supuso que su abuela habría salido a dar un paseo o a comprar lo que le hiciera falta para hacer la comida. Gala se sintió algo más tranquila; no le entusiasmaba la idea de tener que conocer a aquella señora desconocida que, muy probablemente, se preguntaría qué demonios haría esa chica en su casa. Esperó en la terraza, sentada en una silla de madera, mientras Pablo buscaba el botiquín en el interior de la vivienda. Apareció al cabo de dos minutos, con una amplia sonrisa en la cara y dispuesto a conseguir el perdón de la refunfuñona mediante el galante acto de curarle la herida. No fue fácil, pues en un principio ella se resistió y pretendió hacerlo ella misma, pero él no cedido:
–He sido yo quien te ha hecho daño así que lo menos que puedo hacer es curarte la herida. –no dejó de sonreír en todo momento, pero sus ojos verdes la miraban con tanta intensidad que Gala fue incapaz de llevarle la contraria y le dejó hacer.
Pablo se sentó en el suelo, cogió el bote de agua oxigenada y mojó un pedazo de algodón con ella. Llevó el algodón a la herida y la empezó a limpiar con mucha delicadeza. Ella quería quejarse, decirle que le escocía o que le estaba haciendo daño para hacerle sentir mal por haberla atropellado con la bici, pero le fue incapaz. Pablo no se parecía a la mayoría de chicos que conocía. A ellos solía tratarles con antipatía en un primer momento, hasta que se ganaban su confianza y consideraba que ya eran merecedores de su amabilidad. Pero Pablo estaba portándose tan bien con ella para contentarla y arreglar lo que había hecho que empezaba a sentirse mal por ser tan borde. Intentó cambiar de actitud dándole un poco de conversación:
–No me suena tu cara, ¿hace mucho que vives aquí?
–En realidad no vivo en Sitges, soy de Madrid. –cogió un nuevo pedazo de algodón y lo impregnó de iodo. –He venido a pasar el mes con mi abuela porque mi abuelo murió hace unos meses y mi madre insistió en que viniera aquí para hacerle compañía.
–Es un bonito detalle. –reconoció Gala con sinceridad. – ¿Conoces a alguien de aquí?
–Por desgracia no. Cuando era más pequeño sí que hacía amigos cada verano que pasaba aquí, pero hace cinco o seis años que no vengo y me imagino que ya no se deben acordar de mí.
–Bueno, siempre puedes intentar conocer a alguien nuevo. –respondió ella para intentar animarle.
–Supongo que sí. De todas formas llegué el jueves por la noche así que aún no he tenido tiempo para socializar con nadie. Aunque como vaya atropellando a todo el mundo no creo que haga muy buenos amigos.
–¡Ya te digo yo que no!
Por primera vez ambos rieron, se miraron directamente a los ojos y se relajaron. Pablo le acabó de curar la rodilla a Gala; le puso una gasa y la adhirió a la piel con una tira de esparadrapo. Una vez hecho esto, le preguntó si quería quedarse un rato y le ofreció algo de beber, pero ella consideraba que ya era hora de volver a casa y rechazó su ofrecimiento.
–Te acompaño a casa entonces.
–¿Estás de coña? Aún no estoy segura de que no seas un violador, un maníaco o un asesino. –repitió Gala la misma broma mientras le guiñaba un ojo.
–O las tres cosas a la vez. –le volvió a contestar él como había hecho antes, aunque no pudo evitar mostrarse algo decepcionado por el rechazo.
–Exacto. –y con una sonrisita divertida se marchó por la puerta de color burdeos, caminando con cierta lentitud dirección a su casa y dejando a Pablo allí, que observó la puerta durante unos minutos más mientras pensaba en lo imprevisible que era aquella chica.
***
Gala estaba inmersa en sus pensamientos cuando una voz un poco chillona la sacó de su ensimismamiento:
–Eh tú, perezosa, vamos un rato a la playa, ¿te vienes?
Gala reconoció la voz que venía desde la calle, se levantó a toda prisa de la tumbona y se asomó al balcón. Eran Carla y Beth, vestidas con bañadores, pareos y chanclas y cargadas cada una con su bolso de playa.
–Emm... sí, -contestó aún medio adormilada –dadme dos minutos y bajo.
Quince minutos más tarde, las tres amigas llegaban a la playa, colocaban sus toallas en la arena, se untaban con crema solar y se tumbaban a tomar el sol de las cinco de la tarde. Hablaban con alegría, con un tono de voz elevado, gesticulando de una manera que muchas personas podrían calificar de excesiva, pero eran plenamente felices en aquellos sencillos días de verano.
–Pues yo creo que Danny no debería haberse liado con Evelyn, ¡pero si era la novia de Rafe, su mejor amigo de toda la vida! –dijo Beth con indignación cuando hablaban de Pearl Harbor, la última película que habían ido a ver al cine.
–Pero Rafe en teoría había muerto. No sé, yo hubiera hecho como Evelyn: a rey muerto, rey puesto.
–Carla, mira que llegas a ser bruta. ¿Tú qué piensas, Gala?
–Es una situación muy complicada, no me gustaría estar en la piel de ninguno de ellos tres. Supongo que uno no elige de quién se enamora, así que no podemos decir nada en contra de Evelyn y Danny. Pero si os soy sincera, yo vuelvo de la guerra y me encuentro con semejante panorama, ¡y me muero!
–¿Morirte? Mujer, digo yo que mi pequeño atropello no fue para tanto, ¿no?
Gala palideció al reconocer aquella voz. No quería darse la vuelta porque sabía qué se iba a encontrar, o mejor dicho, a quién. Aun así, no podía ignorar su presencia, sobre todo porque sus amigas habían dirigido rápidamente la mirada hacia él, sin comprender nada en absoluto.

jueves, 14 de abril de 2011

Capítulo 3


Agosto 2010
Había pasado dos días desde la mañana en que Gala pasó por delante de la casa de Pablo y su abuela. Desde entonces, no había podido dejar de pensar en el verano del 2001, y toda esa situación la hacía sentir como una mujer inmadura, incapaz de dejar atrás recuerdos de adolescente que ya no tenían ningún sentido. ¿Qué ganaba poniéndose melancólica? Nada, absolutamente nada.
Gala había vuelto a salir a correr y estaba dándose una ducha. No debía demorarse demasiado pues en media hora llegarían Eduardo y Carla, su amigo gay y su amiga de toda la vida con la que compartía piso en Barcelona. El planning era el siguiente: ir a la playa a tomar el sol –o a observar el paisaje, como le gustaba decir a Eduardo-, ir a comer a algún restaurante cercano a la playa y pasar la tarde en alguna terraza tomándose algún cóctel.
Carla y Eduardo llegaron a la hora prevista alegres y preparados para un día de relax y cotilleos. Gala los recibió vestida con un vestido túnica semitransparente de color beige que dejaba ver su nuevo trikini negro. Llevaba su melena ondulada y de color castaño recogida en una trenza que caía por encima de su hombro derecho, y sobre su cabeza llevaba unas gafas de Carolina Herrera a modo de diadema. No se debía descuidar el aspecto ni para ir a la playa, y esto era algo que Carla y Eduardo también sabían. Él llevaba un bañador tipo bermuda con un estampado de color rojo y blanco y una camiseta blanca sin mangas que le permitía lucir los bíceps y pectorales que tanto trabajaba en el gimnasio para la temporada de verano. Gala no entendía por qué su amigo se preocupaba tanto por esto cuando ya contaba con una genética más que envidiable. De hecho, Eduardo no se alejaba demasiado de los modelos que llenan los anuncios de las revistas de moda. Además, sus facciones resultaban muy masculinas al tener la mandíbula prominente y cuadrada. Carla era más parecida a Gala en el sentido de que ambas eran el tipo de mujer que, sin ser despampanantes, sabían sacarse partido con un buen atuendo, el pelo cuidado y un poco de maquillaje. Carla tenía el pelo liso, de color castaño oscuro y cortado a la altura de los hombros. Aquella mañana llevaba unos shorts tejanos y una camisa ancha naranja a medio abrochar y sujetada con un fino cinturón beige. Debajo de ella se veía ligeramente su bikini blanco que contrastaba con el moreno de su piel.
–¿Listos para un día de playa? –preguntó Gala alegremente al recibirles en la puerta.
–¡Listos para avistar hombres! Estoy en “modo depredador on–exclamó Eduardo tras lo cual las dos chicas no pudieron reprimir una sonora carcajada.
Una vez en la playa, los tres se estiraron a tomar el sol en sus respectivas toallas. Al cabo de unos minutos, el calor empezó a resultar sofocante, así que se metieron un poco en el agua para refrescarse. De vuelta a la arena Eduardo, que no había dejado de estar ojo avizor tras sus gafas de sol, comentó decepcionado:
–Chicas, lamento comunicaros que esta temporada el mercado está francamente mal.
–Totalmente de acuerdo –asintió Gala.
–No te quejes, -la reprendió Carla –ese tal Marc, el del departamento de marketing con el que has salido un par de veces, no está del todo mal.
–Muy cierto –contestó Eduardo con convicción. Gala lo miró preguntándose cómo sabía su amigo de la apariencia de Marc si no lo conocía y tampoco le había enseñado ninguna foto. Él, como si fuera capaz de leer la mente de Gala, respondió –Vi su perfil en Facebook, Carla me dijo su nombre y lo busqué. Pero vayamos a lo importante ¿cómo te va con él?
–Bueno... sinceramente no lo sé. Hace una semana quedé con él para tomar unas copas, lo pasamos bien pero –vio la cara de sus dos amigos y supo al instante qué se estaban preguntando –no, no pasó nada.
–Todavía –dijo Carla maliciosamente.
–No os adelantéis, aún no sé si me gusta. A ver, es atractivo e incluso podríamos decir que resulta interesante, pero por el momento nos estamos conociendo. Os mantendré informados.
Cuando se acercó la hora de comer volvieron al piso de los padres de Gala. Éstos habían ido a pasar el día a Tarragona, por lo que no estaban en casa. Los tres amigos se dieron una ducha para quitarse la sal y la fina arena propia de la costa del Garraf. Se vistieron con ropas veraniegas y salieron a buscar un lugar donde comer. Eligieron el restaurante del hotel La Niña situado enfrente del paseo marítimo, allí disfrutaron de una paella marinera, un plato que encajaba a la perfección con un relajante día de playa.
–Me he acostumbrado tanto a vivir en Barcelona que casi me siento una guiri aquí –reconoció Carla. Ella y Gala habían pasado toda su vida en Sitges. Se conocieron en el colegio cuando eran muy pequeñas y desde entonces habían sido amigas. Al empezar la universidad estudiaron carreras diferentes, pero ambas buscaron un trabajo a tiempo parcial para ahorrar algo de dinero y poder buscarse un piso de alquiler e irse a vivir juntas. Lo consiguieron en el último año de universidad y desde entonces compartían piso en Barcelona.
–Yo lo que no me puedo creer es que vengáis tan poco. ¡Sitges es genial!
–Lo sabemos, Eduardo. Es tu paraíso gay particular – contestó Gala riéndose.
Eduardo era de Valencia pero se fue a vivir a Barcelona para ir a una universidad catalana. Estudió la misma carrera que Gala y se conocieron en la facultad, pero al ser un año mayor que ella iba un curso por delante. Ambos trabajaban como relaciones públicas en una agencia de comunicación, pero fue Eduardo el que consiguió primero el trabajo y más adelante recomendó a Gala cuando hubo una vacante.
Después de comer dieron un pequeño paseo por el centro hasta que se sentaron en una terraza de la Calle 1 de Mayo para tomar unos cócteles. Descansando en unos sofás de mimbre con cojines, se pusieron al día con los últimos cotilleos de la gente que conocían, así como también compartieron asuntos del trabajo o recordaron entre risas anécdotas pasadas. Llegó el turno de hablar de un anterior ligue de Eduardo, Jordi:
–Pues me lo encontré en Paseo de Gracia una tarde que quedé con mi hermana para tomar un café. Se ha puesto fondón, ¡e iba de la mano de un tío que era un horror! Me sentí tan bien… Ojalá hubierais estado ahí para disfrutar del momento conmigo. –De nuevo la teoría de que tras una ruptura hay un ganador y un perdedor. Engordarse, tener más arrugas, perder pelo o tener una pareja no tan agraciada como la anterior eran el tipo de detalles que le hacían perder puntos a uno en beneficio del otro.
–Jordi era aquel periodista de La Vanguardia con el que estuviste hace un par de años, ¿no? –Eduardo tenía tantos ligues que Gala se perdía y ya no sabía quién era quién.
–¡Oh, hablando de La Vanguardia! –exclamó de repente Carla llena de emoción. –El otro día leí un artículo en internet escrito por un tal Pablo Hidalgo, ¿no era así como se llamaba aquel chico que conociste un verano, Gala?
La cara de Gala se tensó de repente. Pablo Hidalgo, ése era su nombre. Lógicamente no era más que una coincidencia, ¿cuántos Pablo Hidalgo podrían haber en España? Muchos, seguro. Aun así, el volver a pensar en ello la hacía sentir incómoda y hablar de él más aún.
–¿No te parece una curiosa coincidencia? –insistió Carla sin reparar en la seria expresión del rostro de su amiga –Sería muy fuerte que fuera él, ¿dónde habrá ido a parar?
Eduardo no estaba seguro de saber de quién estaban hablando. Lo que sí tenía claro era que Gala no quería seguir con el tema. Se limitó a preguntar:
–¿Es aquel que nunca...?
–El mismo.

miércoles, 13 de abril de 2011

Capítulo 2



Agosto 2001
Hacía una mañana espléndida ese día de principios de agosto, perfecta para salir a correr un poco antes de que el calor fuera insoportable. Gala avanzaba a una velocidad constante por el paseo marítimo de Sitges, esquivando a otros que, al igual que ella, habían decidido hacer algo de ejercicio aprovechando que la hora era temprana y todavía se sentía una ligera brisa a orillas del mar. Llevaba unos shorts ajustados que mostraban unas piernas delgadas pero fuertes, fruto de haber pasado gran parte de sus diecisiete años de vida haciendo deporte. Primero fue la gimnasia rítmica, como muchas otras niñas de siete u ocho años; después vino el tenis; y desde que empezó bachillerato y debía dedicarle más tiempo a los estudios, sólo salía a correr algunas mañanas, especialmente en vacaciones.
Gala llevaba ya veinticinco minutos corriendo, tenía la cara roja por el esfuerzo y empezaba a notarse las piernas más y más pesadas, pero se movían por pura inercia. Pensó que quizá ya había cumplido por hoy, así que mejor sería iniciar la vuelta a casa ya que desde donde estaba le separaba un buen trecho. Cambió de dirección, pero se metió por una calle perpendicular al paseo para atajar un poco.
Pasó por una zona residencial donde todo eran grandes casas de dos o tres plantas rodeadas de vallas altas y de jardines con piscina. Se quedó observando una de ellas cuando, al doblar una esquina, oyó un “¡Cuidado!” y sin darle tiempo a reaccionar, sintió un fuerte golpe de algo metálico que la embestía hacia atrás y la tiraba al suelo. Completamente desorientada, abrió los ojos y se miró primero las manos y seguidamente su cuerpo, en busca de alguna herida importante o incluso fatal, no fuera que se muriera allí mismo sin darse cuenta todavía de qué había pasado. Notó, sin embargo, un escozor en su rodilla derecha. “¡Mierda!” dijo en voz alta; tenía la piel rascada y sangraba ligeramente.
–Lo siento mucho, cuando te he visto ya era demasiado tarde y no he podido evitar el choque. ¿Estás bien?
Gala levantó la cabeza. El responsable de que casi muriera a la prematura edad de diecisiete años estaba ahí delante, sacudiéndose el polvo de su ropa y sus manos. Junto a sus pies había una bici con el manillar torcido. “¿Qué si estoy bien?”, pensó indignada, “¡Me acaba de atropellar con una bici! ¿Cómo cree que estoy?”
–Pues estaba mejor antes de que me atropellaras, gracias. –contestó secamente. Seguidamente intentó levantarse de la forma más digna que pudo pero decidió no hacerlo al comprobar que le escocía demasiado la rodilla. No pudo evitar hacer una mueca de dolor que al joven ciclista no le pasó inadvertida.
–Vaya te has hecho una rascada, déjame ver. –el chico se agachó junto a Gala para comprobar el estado de la rodilla magullada, gesto que aprovechó ella para observarle detenidamente. Su piel estaba bronceada por el sol, el pelo era de color castaño claro, seguramente algo quemado por el sol, y tenía unos rizos rebeldes que le caían encima de los ojos. En ese momento, él levantó la vista hacia ella y la pilló mientras lo miraba con curiosidad. Sus ojos eran verdes y muy vivaces. Rieron a la vez que él sonrió, y su sonrisa era de anuncio: tenía los dientes extraordinariamente blancos y perfectamente alineados, y sus labios eran carnosos pero sin resultar demasiado gruesos. Gala debería haberse dado cuenta de que estaba mirando al chico con demasiado descaro pero, así era ella, y aunque no lo hubiera reconocido en ese momento, se había quedado embobada. –¿Te duele mucho?
–Tengo la piel levantada y estoy sangrando, ¿a ti qué te parece? –podría haber respondido con un “Sí, un poco...” y sonreír tímidamente como haría cualquier chica ante un chico como él pero Gala no resultaba tan fácil de contentar. Ese imbécil la había atropellado y lo que se merecía era que ella lo atropellara con un tractor.
–Vale, vale. –dijo él alzando las manos a modo de rendición. –Lo siento mucho, la he cagado pero por favor, déjame ayudarte. Vivo a tan solo un minuto de aquí, acompáñame y te curaré la herida.
Eso sí que no se lo esperaba Gala. ¿Desde cuándo había chicos amables por el mundo? Sin embargo, no quiso darle el gusto de hacerse el héroe así como así.
–No serás un violador, un maníaco o un asesino, ¿no?
–O las tres cosas a la vez, no te fastidia... -contestó sin poder reprimir una carcajada. Gala le dirigió una mirada cargada de reprobación, así que tuvo que añadir –Vivo con mi abuela. Si no te fías de mí al menos fíate de una dulce e inocente anciana.
Era suficiente. Desde el suelo, Gala estiró sus brazos para que él la ayudara a levantarse, a lo que él accedió de buena gana. Recogió la bici del suelo y dijo:
–Soy Pablo, por cierto.
–Gala. Te diría que ha sido un placer conocerte, pero sería como decir que me alegro de que me hayas atropellado, y todavía no estoy tan loca.
Pablo rió, sobre todo porque parecía contento de haber atropellado a aquella chica tan refunfuñona. Quién sabe, quizás Gala estuviera realmente loca y cambiara de opinión.
Tal y como Pablo había prometido, en un minuto llegaron a su casa, una vivienda de color blanco y de dos plantas, rodeada por una valla alta cubierta de setos frondosos. En la entrada, había una puerta metálica de color burdeos.

Capítulo 1



Agosto 2010
Correr a las ocho y media de la mañana por el paseo marítimo de Sitges era algo que Gala no hacía desde hacía mucho tiempo. Le recordaba a su adolescencia, cuando aprovechaba las vacaciones de verano para hacer un poco de ejercicio antes de ir a la playa y refrescarse en el agua del mar. Por aquella época apenas tenía preocupaciones, era libre para ir dando vueltas por el pueblo arriba y abajo, sin nada en concreto que hacer pero siempre con planes que surgían de repente y que la mantenían distraída durante todo el día. Ahora, a sus veintiséis años, Gala sentía que al fin vivía su propia vida. Se había independizado al empezar el último curso en la universidad y compartía piso en Barcelona con una amiga. Su trabajo en una agencia de relaciones públicas la mantenía muy ocupada últimamente. Apenas hacía un par de años que había empezado su carrera profesional y debía trabajar muy duro para dejar de ser la novata, ganarse la confianza de sus compañeros y empezar a desempeñar tareas que requerían mayor responsabilidad.
Sin embargo, había llegado agosto, y con él las vacaciones que Gala tanto se merecía. Había decidido ir a visitar a sus padres durante los primeros días del mes, por eso había vuelto a casa, a Sitges, el lugar donde había pasado gran parte de su vida. Al levantarse esa mañana sintió unas ganas irreprimibles de salir a correr, como solía hacer hasta unos años atrás. El volver allí le provocaba una fuerte necesidad de respirar un poco más de aquel aire con sabor a libertad y despreocupación que la habían acompañado de adolescente. Esa sensación tal vez un poco olvidada la arrastró de lleno al pasado, a un verano en el que el sol calentaba igual que esa mañana. La brisa del mar tenía el mismo olor salino, y las olas emitían la misma melodía. A Gala le sorprendió todo lo que su mente fue capaz de traer de vuelta en apenas unos pocos segundos: sentimientos de alegría e ilusión elevados a la máxima potencia, sentimientos tan intensos como sólo se pueden sentir a los diecisiete años. Todo esto no eran más que recuerdos que había mantenido enterrados durante mucho tiempo en algún lugar muy profundo de su ser, pero que esa mañana habían decidido salir a la superficie en un acto de rebeldía. El simple hecho de recordar todo aquello le pareció de lo más absurdo. No entendía como ella, una mujer adulta, podía dejarse invadir por algo que ella creía tan olvidado.
Gala sacudió con fuerza la cabeza, como si ese gesto fuera capaz de borrar sus últimos pensamientos. No fue así. Probó suerte corriendo más rápido, aumentando más y más el ritmo. Quizás si se cansaba lo suficiente el dolor de sus músculos no le permitiría pensar en otra cosa que no fuera la molestia física. Esa clase de dolor le parecía mucho más soportable a cualquier otro tipo de dolencia, como la que viene de dentro, que oprime y ahoga sin poder ser evitada.
De repente, como atraída por un imán invisible, Gala se dio cuenta de que había llegado al peor lugar en el que podía estar, precisamente en ese momento de crisis emocional absoluta. No sabía cómo demonios había llegado hasta allí, pero el caso es que se encontraba plantada delante de la gran puerta metálica de color burdeos que tanto conocía. Ésta era la entrada principal de una casa de dos plantas con un jardín no muy grande, pero lo suficiente para albergar una piscina y una pequeña terraza con una mesa y varias sillas de madera. La valla que envolvía todo el terreno era alta y estaba cubierta de setos frondosos, por lo que a Gala se le hacía un poco difícil poder ver lo que había al otro lado de ella. Nueve años atrás había pasado casi un mes entero entrando y saliendo de esa casa, tirándose a lo bruto en la piscina, tomando el sol tumbada en la hierba y disfrutando de cada segundo en el que estuvo allí. Pasado ese mes, todo acabó.
Frente a la vivienda, Gala recordó como al año siguiente había vuelto a la casa. Se lo había pensado mucho, pero finalmente había reunido el valor suficiente para hacerlo y se plantó allí delante, decidida a encontrar lo que andaba buscando. No lo encontró. Así como tampoco lo hizo al año siguiente. Ni dos años después. A partir de entonces, dejó de buscar, y no volvió a pasar por delante de la casa. Hasta hoy.
Después de unos minutos pensó que ya era suficiente. “En serio, Gala” –se reprendió a sí misma –“¿Te parece normal esta actitud melancólica sobre algo que pasó hace nueve años? ¡Pareces una cría!” Dicho esto, se alejó de la casa tan rápido como pudo, y solo cuando consideró que ya estaba suficientemente lejos, se calmó y adoptó un ritmo más lento.